Nadie diría, viendo esta instantánea de Justin Vernon, más conocido como Bon Iver, que es el cantante más triste del mundo, pero lo cierto es que Vernon tiene ese aura que rodea a los buenos mitos y la capacidad de convertir cada una de sus canciones en una plegaria deprimente y redentora, que bucea en el fondo de su alma y, de paso, enternece las nuestras.
Y así, buscando en su interior, Bon Iver ha vuelto. ¡Y de qué manera! Con un disco ("For Enma, Forever Ago") y un sencillo ("Blood Bank") incontestablemente seminales, y un par de colaboraciones de altura (una de ellas con Kanye West), Vernon ha exorcizado sus fantasmas con una nueva obra que ha querido titular como su nombre: "Bon Iver".
Y nada puede resultar tan revelador como el que un cantante que un día fue folkie, titule un disco tan arriesgado como este con su propio nombre. Porque "Bon Iver" es un salto en paracaidas desde su cómoda situación de songwriter a un estátus actual más cerca del mito.
Cierto que "Blood Bank" ya adelantaba unas coordenadas estilísticas que le alejaban de su debut, pero la madurez compositiva que Vernon ha demostrado con este disco, claro contendiente a la mejor depresión sónica del año, es de órdago.
La diferencia estriba en la variada instrumentación utilizada a lo largo de sus cuarenta minutos, en la que caben vientos, coros, guitarras, teclados y sintetizadores, que aportan una gran cantidad de matices a una obra con un poso y un calado incontestable, que aspira a robar corazones y alguna que otra lagrimita.
Como muestra, este "Calgary", un tema que empieza como una pieza ambient, para acabar convertido en un desgarrador canto de cisne de ínfulas pop.
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